De pequeña, yo quería escuchar el silencio. No cualquier silencio, sino el silencio mundial. Había oído una leyenda que decía que había un momento al día en el que el mundo entero, es decir, todas las personas de todos los pueblos de todos los países, se quedaban en silencio al mismo tiempo. Al mismo tiempo. Cada día. A mí me fascinaba esa idea, así que a veces, sobre todo de noche -porque, claro, eso tenía que suceder de noche- yo me quedaba callada, quieta, y trataba de identificar ese momento. No lo conseguí nunca, pero yo creo que estuve cerca.
Después, ya de mayor, he sabido que esto del silencio al mismo tiempo en varios sitios no es solamente una leyenda. En 1924, por ejemplo, en EEUU se decretó el “Día Nacional del Silencio de Radio”. Y lo hicieron para escuchar a los extraterrestres. Muchos astrónomos pensaban que los marcianos estaban tratando de comunicarse con nuestro mundo mediante señales sonoras. Y que, si no las recibíamos, era porque no nos parábamos a escucharlas. Así que, aprovechando que Marte pasaba muy cerca de la Tierra, en agosto de 1924 el gobierno de EEUU pidió que todas las radios del país se apagaran a cada hora en punto durante 5 minutos: de una a una y cinco, de dos a dos y cinco, y así durante 36 horas. Los astrónomos no consiguieron detectar ninguna señal de los marcianos, pero el término se quedó: hoy, en inglés se dice “silencio de radio” cuando se cortan las comunicaciones: cuando una manda un mensaje, pero al otro lado no se oye nada.
No todos los silencios de radio son tan espectaculares. Hasta hace poco, en el mar, por ejemplo, ese silencio pasaba a diario: durante 6 minutos cada hora las estaciones de radio de los barcos tenían que quedarse en silencio para poder escuchar cualquier llamada de socorro. Los relojes de los barcos tienen hasta señalados esos minutos en rojo. Se les llama “periodos de silencio”.
Sé estas cosas porque yo estaba haciendo un podcast sobre silencios cuando llegó el coronavirus y, de repente, todo iba a cambiar. Pensé que, si todo cambiaba, también cambiaría cómo sonaba nuestro alrededor. Y que quizá entonces sí conseguiría escuchar, no ya un silencio mundial, sino uno más modesto, un silencio de barrio.
El 14 de marzo, el día que se decretó el estado de alarma, empecé a grabar lo que oía desde mi balcón. Y lo he hecho cada día desde entonces.
En aquel momento no lo sabía, pero ahora pienso que empecé a grabar para preservar la excepcionalidad.
Esa excepcionalidad estaba ahí ya desde los días antes de que se decretara el confinamiento; seguíamos viviendo como antes, pero en el ambiente había ya algo raro: las calles solo un poco más vacías, las ruedas de prensa que se acumulaban, un par de amigas de amigas que se habían enfermado y quizá, solo
quizá, era ese virus que no nos parecía ni peligroso ni importante. En esos días estaba todo como suspendido. Salíamos a la calle pero no sabíamos si era la última vez, nos saludábamos y nos reíamos nerviosas pero aún así nos abrazábamos y al final caían dos besos (dos besos, da escalofríos decir esto ahora). En esos días en los que aún no sabíamos que nuestras vidas iban a cambiar, todo estaba detenido. Los planes, las relaciones, el rumbo que iba a tomar nuestra cotidianidad dependían de las decisiones de un consejo de ministros.
Había algo en ese tiempo suspendido que me gustaba. Como cuando éramos pequeñas y se iba la luz, y entonces un padre o una madre iba al cajón más remoto del mueble de la cocina y sacaba de allí una vela alargada y cuando la encendía entrábamos en otro tipo de temporalidad: un tiempo en el que cabían más cosas, un tiempo en el que todo estaba iluminado de manera tenue, un tiempo en el que estábamos juntas, en el que estábamos juntos, y entonces a mí, niña pequeña, nada malo me podía pasar. Es muy paradójico decir esto, pero más paradójico es sentirlo: a mí me educaron, ante todo, para ser independiente y para ser sola -y así vivo, en realidad. Y sin embargo esos momentos de sentirme protegida ante lo que pasaba fuera son probablemente los más felices de mi niñez.
Por eso empecé a grabar. Para preservar ese tiempo suspendido. Encender una grabadora como quien, antes, encendía una de esas velas del cajón de la cocina.
Los primeros días los turistas pasaban por debajo de casa, riendo, como si esto no fuera con ellos y por fin pudieran disfrutar el centro de la ciudad sin la pesadez de tener que cruzarse con quienes vivimos en ella.
(Voces de turistas)
Una es también la dirección en la que decide apuntar su grabadora, y durante esos primeros días yo me fijaba sobre todo en lo nuevo, en lo llamativo: los aplausos de las 8, claro, el “Resistiré”, los gritos a favor de la sanidad pública al fondo.
(! ¡Viva! ¡Vivan los médicos! ¡Vivan!)
A veces se me olvidaba que había dejado la grabadora en la maceta y me acordaba al día siguiente, cuando se le habían acabado las pilas. La vida útil de mi grabadora se ha resentido bastante durante el confinamiento.
En Madrid llovió mucho esos días.
(Esto, por ejemplo, son gotas de lluvia cayendo sobre los botones de mi grabadora).
En la tele veíamos que los animales se habían empezado a adueñar de las ciudades y aquí, en el centro de Madrid, los animales más salvajes que llegábamos a oír – además de esos cri-cris que se escuchan por las noches- eran pájaros y perros.
A principios de abril llegaron los vencejos.
A finales, una señora empezó a pasar por debajo de mi casa. Parecía desorientada, decía que no había visto a su familia, hablaba a la gente con la que se cruzaba, pero nadie hablaba con ella. La policía pasó un par de veces a su lado, y tampoco se paró a preguntarle si necesitaba algo, si estaba bien. Nadie la veía. Cuando empecé a revisar mis grabaciones, me di cuenta de que esa mujer estaba allí, ya, desde el día 15 de marzo, el segundo día que grabé. Yo tampoco la había escuchado.
(Voces)
Más allá de los turistas de los primeros días, más allá de las charlas con las vecinas como descubrimientos, más allá de la naturaleza abriéndose paso en la ciudad, lo que se oía en mi calle eran los sonidos de quienes no cabían en el #MeQuedoEnCasa.
(Golpes, voces, coches y motos, música, voces)
(Pero si es que tú no me ayudas nada. Estoy pidiendo ayuda, que estoy en la calle y me quieres pegar, te has sacado la porra, y yo no te he intimidado para nada)
El ruido siempre ha estado relacionado con el poder. El ruido provoca miedo, y provoca respeto. El canadiense Murray Schaffer, que es quien inventó el concepto de “paisaje sonoro”, dice que en cada sociedad hay un ruido más alto que el resto, un ruido que sobresale, y que ese ruido es la expresión del poder. Lo llama Ruido Sagrado, con mayúsculas. En la antigüedad, ese ruido venía de la naturaleza: eran los volcanes, eran las tormentas. En la Edad Media, ese ruido pasó a manos de la Iglesia -con sus campanas, con sus órganos- hasta que, con la revolución industrial, el Ruido Sagrado se hizo profano: los pitidos de las fábricas, los trenes llevando de un sitio a otro la actividad económica. Schaffer dice que “quien posee el ruido sagrado no solo puede convertirlo en el ruido más alto, sino que tiene también la autoridad de hacerlo sin censura”. Durante los días del confinamiento, al escuchar lo que pasaba debajo de mi balcón, me di cuenta de que quien posee el ruido sagrado también puede hacerlo pasar por silencio: hacer que su actividad, y sobre todo los cuerpos que tienen que ejecutarla, pasen desapercibidos, por más ruidosos que sean, por más que los oigamos. Su actividad, y lo que queda al margen de ella, se convierte en parte del paisaje. También del paisaje sonoro.
El ruido sagrado no es tan metáforico como parece. En España, la Ley del Ruido, la ley que se encarga de limitar la contaminación acústica, recoge tres excepciones, tres tipos de ruido que no limita, y que permite que se rijan por sus propias normas: uno son las actividades domésticas -el ruido propio, el ruido de las vecinas. Las otras dos excepciones son las actividades laborales y las actividades militares.
Pero la ley del ruido no es la única. En nuestro país hay otras leyes -leyes tácitas, leyes explícitas- que siguen regulando nuestros silencios.
Ante esas leyes, ante ese ruido sagrado que quiere hacerse pasar por silencio, pienso en una niña callada, quieta, en la oscuridad de su habitación, tratando de escuchar más allá. No es una niña silenciosa. Al verla así, con los ojos cerrados, concentrada, pienso que, si quiere escuchar el silencio mundial, no es para oír la nada, sino porque de alguna manera sabe que, si llega a escucharlo, eso querrá decir que todas las personas de todos los barrios de todos los países estarán haciendo lo mismo al mismo tiempo. Y que es en esos instantes cuando nos detenemos y nos miramos. Momentos de excepción. Como cuando encendíamos una vela.
Es entonces cuando empezamos a contar nuestras historias.
Soy Isabel Cadenas Cañón y en otoño estrenamos De eso no se habla. Un podcast que une los puntos entre los silencios individuales y los silencios colectivos.
Historias sobre silencios. Y sobre cómo los rompemos.